Sí se me fueron los años y ni siquiera me di cuenta del momento exacto en que sucedió. Ayer parecía tener fuerzas infinitas: podía trabajar todo el dí
Sí se me fueron los años y ni siquiera me di cuenta del momento exacto en que sucedió. Ayer parecía tener fuerzas infinitas: podía trabajar todo el día, atender la casa, cuidar a los hijos y aún quedaba energía para escuchar los problemas de los demás. El cansancio se aliviaba con un par de horas de sueño y la memoria me acompañaba como un libro abierto.
Hoy ya no es igual. El cuerpo empieza a reclamar lo que antes callaba: las rodillas duelen al bajar las escaleras, los pasos son más lentos y la energía se agota mucho más rápido. Lo que antes parecía tan fácil, ahora requiere paciencia. Hasta mi memoria juega conmigo, olvidando detalles simples que antes nunca hubiera pasado por alto.
Lo que más pesa no es solo la fuerza que se va, sino ese recordatorio constante de que el tiempo no se detiene. Y aunque a veces me río para disimular, por dentro me duele reconocer que ya no soy la misma de antes.
Pero también entiendo que no todo se pierde. Porque con los años también llegaron regalos invisibles: la capacidad de abrazar con más ternura, de escuchar de verdad, de reír con calma y de valorar las pequeñas cosas que antes pasaban desapercibidas.
El tiempo me quitó agilidad, sí, pero me regaló perspectiva. Me enseñó que lo más importante no está en correr, sino en disfrutar el trayecto. Que las cicatrices cuentan historias, que los silencios también hablan y que la vida no se mide en lo que lograste, sino en lo que viviste.
Se me fueron los años, pero aquí sigo. Quizá con menos fuerzas en el cuerpo, pero con más fortaleza en el corazón. Porque, aunque el tiempo cambie mi andar, nunca podrá borrar lo que he amado, lo que he aprendido y todo lo que aún me queda por vivir.