Un ladrón entra a una casa a robar y se topa con una abuela que lo confunde con su nieto. No solo no se lleva nada: termina comiendo. Había estado vig
Un ladrón entra a una casa a robar y se topa con una abuela que lo confunde con su nieto. No solo no se lleva nada: termina comiendo. Había estado vigilando esa casa por casi un mes. Sabía que ahí vivía una señora mayor, sola, que casi no salía. La había visto por la ventana una o dos veces, caminando lento entre las sombras. Parecía el objetivo ideal.
Aquella noche forzó la ventana de la cocina con cuidado. Ya no se ponía nervioso como antes; tras un par de años en esto, ya tenía callo. Apagó la linterna, dejó que sus ojos se adaptaran a la oscuridad y avanzó. El plan era sencillo: encontrar algo de valor y salir rápido. Pero cuando pasaba por el pasillo, una voz lo detuvo ¿Carlitos? ¿Eres tú, mi niño? Se quedó quieto. Una lámpara se encendió en la sala. Ahí estaba ella, en un sillón viejo, con una cobija sobre las piernas y una sonrisa enorme que le arrugaba la cara entera. Sabía que ibas a venir —dijo emocionada—. Siempre vienes los viernes.
Pudo haberse ido. Lo más lógico habría sido correr. Pero sus ojos se detuvieron. Había en ellos una ternura que lo dejó clavado. Yo… balbuceó. Pasa, pasa —le hizo un gesto con la mano—. Qué alto estás, mi cielo. Cada vez que vienes te veo más grande. Siéntate. Caminó como si estuviera en un sueño. Le tomó la mano con delicadeza, y su piel era tan frágil que sentía cada huesito.
Debes venir con hambre. ¿Has cenado? Claro que no. Ustedes nunca comen bien. Te voy a preparar algo. Se levantó lentamente, usando el brazo del sillón para apoyarse. Por instinto, fue a ayudarla. Gracias, cariño. Siempre tan atento, igualito que tu abuelo. Lo llevó a la cocina, encendió la luz y empezó a sacar cosas del refri. Él se quedó ahí parado, con su sudadera y los guantes puestos, sintiéndose el peor ladrón del mundo.
Tengo algo de estofado. Te va a gustar. Le puse esas hierbitas que tanto te encantan. Señora, yo creo que…Nada de “señora” —interrumpió agitando una cuchara de madera—. Soy tu abuelita, Carlitos. ¿Qué te pasa hoy? ¿Estás raro? Le tocó la frente. No tienes fiebre, pero luces cansado. ¿Has estado estudiando mucho?
Asintió sin pensar. Ella sonrió dulcemente. Eso está bien. La escuela es lo más importante. Tu mamá va a estar muy orgullosa. Sirvió el estofado en un plato hondo. El aroma le golpeó: carne cocida, zanahorias, papa. No recordaba la última vez que comió algo así. Anda, come. Está calientito. Se quitó los guantes poco a poco y tomó la cuchara. El primer bocado era como probar un recuerdo que nunca tuvo. ¿Te gusta? preguntó, sentándose frente a él con una taza de té. Sí —dijo bajito—. Está delicioso. Qué bueno. A veces pienso que ya no vienes porque mi comida ya no te gusta. Uno envejece, ya sabes, y las cosas cambian.
No —replicó rápido—. Está perfecta. Lo miró con una ternura que le partió por dentro. Cuéntame, ¿cómo te va en la universidad? Le inventó algo al vuelo. Le dijo que iba en tercero, que estudiaba algo. Ella escuchaba feliz, preguntando por amigos falsos, por una novia que no existía, por planes que jamás haría. Le sirvió más comida. Y luego más. Comió hasta no poder más, pero no se atrevía a decirle que no.
¿Te sirvo un café? —preguntó. Sí, gracias. Mientras lo preparaba, notó las fotos en la pared. Un niño de su edad, en diferentes etapas. En una tenía unos diez, en otra era un adolescente. Ninguna mostraba a un adulto. ¿Hace cuánto no viene Carlitos? preguntó sin pensarlo. Ella se quedó quieta frente a la estufa. Temió lo peor. Tres años —susurró—. Justo el mes que viene. Lo siento.
Un accidente en moto. Era tan joven. Se volvió y se limpió una lágrima—. Pero ahora estás tú aquí. Eso es lo que vale. Sirvió el café. Se quedaron en silencio, uno cómodo, como si llevaran toda la vida conociéndose.
Señora comenzó. Abuela, corrigió. Tragó saliva. Tengo que irme. ¿Tan pronto? —su voz bajó— ¿Vas a venir el próximo viernes? Debió decir que no. Que no podía. —Sí —respondió—. Volveré. Sonrió y lo dejó sin palabras. Lo acompañó hasta la puerta. Cuídate mucho, mi amor. Y abrígate, hace frío. Sí, abuela.
Lo abrazó. Era tan pequeña, apenas le llegaba al pecho. Olía a jabón y estofado. Salió. Cerró desde afuera la ventana que había forzado. Esa noche durmió en su cuartito de siempre, pero por primera vez en años lo hizo sin pesadillas.