Sin Medias Tintas Omar Alí López Herrera El jueves pasado, mi maestro A. Matías hacía una reflexión junto conmigo sobre mi último escrito, y me re
Sin Medias Tintas
Omar Alí López Herrera
El jueves pasado, mi maestro A. Matías hacía una reflexión junto conmigo sobre mi último escrito, y me recordó un antiguo texto de Isaac Asimov que ya había olvidado: “Un culto a la ignorancia”, publicado en Newsweek en 1980.
Eran años de cuando las revistas todavía olían a tinta fresca y la televisión era el oráculo del hogar.
En su texto, Asimov advertía que Estados Unidos estaba incubando un virus mucho más peligroso que cualquier epidemia: el desprecio por el conocimiento. Describía una sociedad en la que el antiintelectualismo dejaba de ser una excentricidad para convertirse en virtud. “Mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento”, escribió, señalando el germen de lo que hoy, en pleno 2025, ya es pandemia.
No es necesario ser fan de la ciencia ficción para reconocer que Asimov estaba describiendo el presente. Solo basta abrir X, Facebook o TikTok para comprobar que la ignorancia ya no es vergüenza, sino trending topic. Gente sin entrenamiento científico discute con virólogos sobre vacunas, y un influencer puede deshacer en treinta segundos lo que tomó décadas de investigación.
La democratización de las palabras ha terminado por darle el mismo volumen al experto en bioquímica que al primo conspiranoico que jura que la Tierra es plana.
Asimov ya veía que el antiintelectualismo se estaba arraigando en la cultura estadounidense. Décadas después, ese país elegiría a un presidente que recomendaba desinfectante para combatir el COVID-19, y convirtió la posverdad en política pública. Los hechos dejaron de importar; lo que importa es la narrativa, el meme, el impacto viral.
Los debates sobre cambio climático, educación sexual, control de armas o inmigración se han convertido en un ring ideológico donde lo que menos importa es la evidencia. Las universidades son atacadas como si fueran centros de adoctrinamiento, y cualquier intento de hablar de datos duros es tildado de elitismo. Asimov lo predijo cuando advertía que algunos ciudadanos terminarían exigiendo que su ignorancia pesara tanto como la información de los expertos. Hoy ese pronóstico se cumple, amplificado por algoritmos que premian el escándalo y castigan la complejidad.
Sería ingenuo pensar que en nuestro país estamos vacunados contra ese virus. Aquí, el culto a la ignorancia se viste de mañanera y de corrido tumbado, y se celebra la intuición sobre la evidencia y la consigna sobre el argumento. Mientras la ciencia pide presupuesto, el gobierno lo recorta, y se presume la “sabiduría del pueblo” mientras se desdeña el trabajo de los investigadores.
Es increíble, pero en las redes de nuestro país la desinformación corre a la velocidad del chisme de vecindad. En las pasadas elecciones, por ejemplo, se viralizaron teorías de conspiración más inverosímiles que cualquier cuento de Asimov, y lo más inquietante es que algunos grupos no sólo creen esas teorías, sino que las defienden con pasión.
“Es mi opinión” se ha vuelto la carta mágica para justificar cualquier barbaridad, como si la opinión personal fuera un blindaje contra los hechos.
Asimov también se habría divertido —o deprimido, quizá— al ver el papel que juegan los medios de comunicación hoy. En lugar de ser guardianes de la verdad, muchos han optado por privilegiar la nota amarillista, el clic fácil y la declaración incendiaria. Informar con profundidad se considera aburrido y poco rentable, pero sigo defendiendo la idea de que el periodismo debe ser un acto de resistencia intelectual, y hoy más que nunca hace falta ese que incomoda, el que no se conforma con repetir boletines, el periodismo que desmonta mentiras y explica los contextos. Asimov no pedía que todos fuéramos científicos, pero sí que se respetara a la ciencia y se cultivara el pensamiento crítico.
El riesgo de esta epidemia cultural es que la ignorancia se institucionaliza. En EE.UU. los grupos que niegan el cambio climático logran frenar políticas ambientales; y aquí en México los recortes a la ciencia y la educación normalizan la mediocridad. El costo es alto, porque esto se traduce en menos vacunas, menos tecnología, menos preparación para enfrentar pandemias, sequías o crisis energéticas.
Asimov, que era optimista por naturaleza, confiaba en que la educación masiva podía salvarnos de este destino. Hoy esa esperanza tambalea, porque las aulas compiten contra pantallas que seducen con videos de treinta segundos, y los maestros luchamos contra sistemas que nos precarizan y burocracias que nos impiden innovar. La alfabetización científica parece misión imposible en un país donde leer un libro al año ya es considerado un logro heroico.
El primer paso es reconocer que la ignorancia no es inocua. Asimov lo dijo claro: cuando la ignorancia se convierte en bandera, la democracia se degrada.
Creo que necesitamos reconstruir el respeto por el conocimiento, desde la primaria hasta el Congreso, para no ver a diputados asegurar que los veracruzanos ya construyeron una nave espacial, y, sobre todo, necesitamos ciudadanos que entiendan que tener derecho a opinar no significa que todas las opiniones valgan lo mismo.
Tal vez Asimov, si viviera, nos recordaría que la ciencia no es enemiga de la libertad, sino su garantía, porque sin datos, sin evidencia, sin pensamiento crítico, la democracia es solo un ritual vacío, y si no lo entendemos, seguiremos viviendo en la distopía que Asimov quiso evitar, pero que, irónicamente, predijo con exactitud.