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Sombras en el sendero

(El peligro de los vacíos sin fondo). En la vida, nos encontramos con muchas clases de personas. Algunas suman, otras restan. Hay quienes construye

Si Noé hubiera sido mexicano…
El amor es libertad
La clave está en mantener la humildad.

(El peligro de los vacíos sin fondo).

En la vida, nos encontramos con muchas clases de personas. Algunas suman, otras restan. Hay quienes construyen, y otros que destruyen sin razón aparente. Pero entre todas las sombras que pueden cruzar nuestro camino, hay dos especialmente peligrosas: la envidia y la avaricia. No porque sean fuerzas poderosas en sí mismas, sino porque su esencia se disfraza con facilidad.

El avaricioso rara vez se presenta como tal. A menudo se oculta tras la fachada de alguien trabajador, ambicioso, incluso generoso si eso le conviene. Pero nunca da sin esperar recibir más. Su mundo gira en torno a la acumulación, y su mayor temor es que alguien tenga más que él.
El envidioso, por otro lado, es aún más insidioso. No busca tener más, sino que los demás tengan menos. No persigue su éxito, sino el fracaso ajeno. No soporta ver a otros brillar, porque cada luz ajena le recuerda su propia oscuridad.

¿Cómo detectar a estas personas antes de que sea demasiado tarde? Veamos una historia.
Había un herrero en un pequeño pueblo llamado Aldren. En donde Estel Era conocido por su trabajo impecable. Sus espadas eran fuertes, sus herramientas precisas, y sus cerraduras inquebrantables. Nunca le faltaban clientes, y su vida era tranquila.

En el mismo pueblo vivía Oric, un comerciante. No era mal hombre, pero su obsesión era poseer más que nadie. Cada vez que alguien prosperaba, sentía que su propio éxito disminuía. No porque realmente le faltara algo, sino porque no soportaba ver que otro alcanzara más.

También estaba Luden, un tejedor. A diferencia de Oric, Luden no quería riqueza ni reconocimiento. Lo único que le importaba era que nadie más tuviera lo que él no podía conseguir. Su mayor placer era ver fracasar a los demás, incluso si eso no le traía ninguna ventaja.  Un día, el rey del reino vecino pasó por Aldren y quedó impresionado con el trabajo de Estel. Ordenó una gran cantidad de armaduras y espadas, asegurando la fortuna del herrero por muchos años. La noticia corrió rápido, y tanto Oric como Luden sintieron un peso en sus pechos.

Oric no podía soportar la idea de que Estel se volviera más rico que él. Así que empezó a difundir rumores: Las espadas de Estel son frágiles, no son tan buenas como parecen. He oído que pronto traerán herreros mejores de otros lugares.

Luden, en cambio, fue más directo. Una noche, se deslizó hasta la forja de Estel y arrojó polvo de óxido en su reserva de acero. Si sus herramientas fallaban, su reputación caería. No importaba que eso significara que Aldren perdería a su mejor herrero; lo importante era que Estel no siguiera creciendo.

Con el tiempo, los rumores y las trampas hicieron efecto. Los pedidos del rey se retrasaron, los clientes dudaron, y Estel, incapaz de demostrar que su trabajo seguía siendo el mejor, vio cómo su vida se desmoronaba sin haber cometido ningún error. Oric estaba satisfecho porque nadie tenía más que él. Luden sonreía porque otro había caído. Pero el pueblo, que alguna vez dependió de Estel, ahora sufría la falta de un buen herrero.

Y así, sin que nadie ganara realmente, todos perdieron. La lección es clara: hay personas que no buscan su propia victoria, sino la derrota ajena. No se conforman con tener, sino con que los demás no tengan. La envidia y la avaricia no necesitan enemigos; su propio vacío las devora desde dentro.
¿Cómo evitarlas? Observa bien: el avaricioso se acerca con promesas, pero su interés siempre es propio.
El envidioso finge alegría por los demás, pero sus palabras nunca son sinceras. Ambos pueden disfrazarse de amigos, pero sus actos siempre terminan restando en lugar de sumar. Y la pregunta final es esta ¿cuántas veces en tu vida alguien ha intentado cerrarte un camino, no porque ellos quisieran avanzar, sino porque no soportaban verte caminar?