En distintas formas, teólogos y filósofos, hacen la distinción entre los maleantes y el mal. Los maleantes son los portadores del mal, pero no son el mal
Por Alberto Vizcarra Ozuna

En distintas formas, teólogos y filósofos, hacen la distinción entre los maleantes y el mal. Los maleantes son los portadores del mal, pero no son el mal. Karol Wojtyla (Juan Pablo II), sostenía que el mal es una intención que se puede desdoblar en estructuras. Y llegó a calificar a las instituciones financieras mundiales, derivadas de una economía confiada en las fuerzas ciegas del mercado, como “estructuras malignas”. De ahí su cuestionamiento sistemático a las prácticas especulativas de los sistemas financieros y su condena a la sobre carga de las deudas cuyo cobro impone condiciones insoportables a las naciones y sus pueblos.
Cuando se persigue a los maleantes y corruptos, sin condenar a las estructuras malignas y corruptoras, se acepta por omisión la complicidad con esas estructuras. Esta parecería ser la norma seguida por el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien sin reticencia alguna se sujeta a los lineamientos de las políticas macroeconómicas neoliberales, confiándole al TMEC, a la autonomía del Banco de México, al equilibrio presupuestal, a la austeridad radical, al no endeudamiento y al pago puntual de la deuda, la salida del infierno económico en el que nos encontramos.
El presidente sabe que esta es una situación que incrementará la furia y el descontento de la población, pero no admite otra alternativa. Por eso abrió la válvula de escape de la consulta popular para el enjuiciamiento a los ex presidentes. Una catarsis colectiva, un desahogo que le sirve para un manejo temporal de la crisis política y también para mantener intocados a los intereses privados que son los poseedores de los mercados financieros con los que está comprometida la deuda externa de México. Para ellos no hay condena, ni mucho menos una exhibición ante el tribunal popular. Al contrario, le gusta al presidente aparecer acompañado de personeros de esas estructuras como Larry Fink y Carlos Slim, entre otros.
Nadie desconoce que el parto más escandaloso de estas estructuras malignas del período neoliberal en México, es el siempre puntero mundial en la olimpiada de millonarios, Carlos Slim. Pero este símbolo emblemático de la desigualdad y del crecimiento vertiginoso de una fortuna a la sombra del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, es para el presidente la representación típica del mexicano trabajador. Se persigue la presunta corrupción de los ex presidentes, pero se encubre a los especuladores financieros que personifican a las estructuras que los corrompieron.
Es por eso que en el discurso presidencial el neoliberalismo ya no es un orden derivado del liberalismo económico, sino un sinónimo de corrupción. En el simplismo la corrupción pasa a ser el principal problema y no el diseño neoliberal que despojó al Estado de la facultad soberana para ejercer una política nacional de crédito respaldada en las reservas del Banco de México. Sujeto a estos dogmas el presidente somete al país entero a una austeridad draconiana que tiene como meta mantener el equilibrio en el presupuesto y presumir, como lo hicieron los denostados gobiernos neoliberales, finanzas públicas sanas.
En la práctica, el presidente se olvida de sus frecuentes evocaciones a Franklin D. Rooselvelt, quien después de meter en cintura al sistema financiero norteamericano para sacar a los Estados Unidos de la Gran Depresión, dijo que “si algún grupo de interés debería de ser exhibido en el tribunal de la opinión pública, es el de los especuladores”. Pero en los afanes transformadores del gobierno mexicano, estos siguen siendo personas honorables. Los corruptos son los ex presidentes, no los personeros de corporativos privados y pilares de un sistema financiero internacional que le impone a las naciones condiciones que les hacen imposible salir de la presente crisis económica y sanitaria.
Distraer y despolitizar a la opinión popular con la meta de encarcelar a los maleantes, para encubrir a las estructuras malignas, es un ardid mediático muy provechoso pero de efecto muy perecedero. Las consecuencias de la crisis económica y el descontento social asociado, se puede atender por un tiempo con circo, pero cuando escasee el pan vienen los grandes problemas. Estos agravados por la inducción colectiva al odio y la venganza, adornados con el mote de democracia participativa. Una vez que el sentimiento de las víctimas pasa a ser el de los verdugos, entonces los linchadores pueden terminar linchados.

