La corrupción, previa a la instauración del neoliberalismo en México, se limitaba principalmente a lo que se podría denominar fraude administrativo
Por Alberto Vizcarra Ozuna

La corrupción, previa a la instauración del neoliberalismo en México, se limitaba principalmente a lo que se podría denominar fraude administrativo. Esto es, la sustracción de recursos del presupuesto público. Como el empleado de la tienda de abarrotes que le saca unos pesos al cajón del changarro. El “caso Lozoya” ilustra el hecho de que las normas neoliberales, al abrirle espacio a los procesos de privatización de activos nacionales, le dieron paso a la corrupción estructural. Se conformó así una clase política, que al calor de la intermediación de la venta de bienes nacionales, fue corrompida por los corporativos financieros privados beneficiados con la con la imposición de esas políticas.
Estamos hablando de principios de los años noventa. El fenómeno de este tipo de corrupción, tomó características similares en diferentes partes del mundo y no todos los gobiernos afectados terminaron sucumbiendo al interés de las instancias financieras supranacionales que instrumentaron esta política: Primero buscaron corromper toda forma de organización social, partidos, sindicatos y a los poderes del Estado, luego montaron el escándalo mediático en torno a la corrupción y lograron el cometido de llevar a las naciones a padecer gobiernos débiles e inestables; emergieron formaciones políticas volátiles con un debilitamiento general de la capacidad de autoorganización de la sociedad.
Naciones como Italia entran en la lista de los países que terminaron entrampados en esta instrumentación. Un mes después de la elección de 1992, donde resultaron ganadores los partidos que le habían dando una relativa estabilidad al país -la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano- un sector de poder judicial, dirigido por el juez Antonio Di Pietro lanzó acusaciones de corrupción a los dirigentes de esos dos partidos, luego escaló la campaña en contra de los parlamentarios emanados de esos agrupamientos políticos.
La mitad de los miembros del robusto parlamento italiano terminaron involucrados y encausados legalmente. Las acusaciones no son muy diferentes a las que podemos observar ahora con el escándalo Lozoya. Contratos y grandes negocios a la sombra de una frenética privatización de empresas públicas. El mecanismo cobró el nombre mediático de “operación manos limpias” (Mani Pulite). El comando estaba centralizado en corporativos privados nacionales e internacionales, que encubierto en el combate a la corrupción que ellos mismos habían propiciado, avanzaron en el objetivo del descrédito total de la clase política y convirtieron al estado italiano en un ente débil, sin capacidad para definir y defender metas nacionales.
El juez Di Prieto, que se presumía impulsor de un capitalismo “con las manos limpias”, ganó fama en los estratos de las clases medias y oportunistamente formó uno de esos partidos volátiles inspirado en la honestidad. Terminó en la cárcel acusado de enriquecimiento inexplicable y corrupción.
Después de eso, Italia no se ha recuperado. Es una nación políticamente pulverizada y fragmentada. Reducida a la condición de un país pobre en el continente europeo. Es el mismo tratamiento que le han dado a Brasil con la llamada operación Lava Jato. El juez Sergio Moro, admitió que su persecución judicial contra Lula y la dirección del Partido del Trabajo, se inspiró en el guión italiano de “operación manos limpias” y con la guía del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Sergio Moro no ha terminado en la cárcel como De Prieto, pero fue separado de su puesto de Ministro de Justicia del gobierno de Bolsonaro, por haber cometido actos de corrupción jurídica en el proceso de encarcelamiento de Lula da Silva.
Esta escuela es la que se puso en práctica en torno al caso Odebrecht. En la ecuación, lo que termina convertido en sinónimo de corrupción son los políticos y los estados nacionales. Quedan a salvo las estructuras supranacionales que corrompen e instrumentan las campañas anticorrupción; y quedan también a salvo sus políticas económicas neoliberales al establecer que la corrupción es la fuente de todos los males. El típico carterista que al robarse la cartera empieza a gritar: ¡Al ladrón, al ladrón!
Comete un error el presidente López Obrador al creer que tiene control o monopolio sobre la agenda de la supuesta lucha contra la corrupción. Se equivoca si piensa que al desprestigiar a sus adversarios políticos crecerá su prestigio. Como también está equivocada la oposición que supone ganar prestigio denostando al presidente, al presumir la complicidad de este con actos de corrupción. No se trata de una suma cero. El saldo de pérdida es para toda la sociedad, quien termina despolitizada, pesimista y susceptible a convocatorias fascistas gobernadas por la agenda del odio, la venganza y sin ninguna meta relacionada con la construcción y el fortalecimiento de la nación.
López Obrador, podría estar pensando, que si se ajusta a la agenda anticorrupción de los poderes financieros que con ese guión sometieron a Italia y a Brasil -al mismo tiempo que mantiene intocadas las políticas macroeconómicas neoliberales- va a poder gobernar y ampliar su poder político. La oferta de sostener un neoliberalismo “con manos limpias”, es una utopía.