Si alguna nación tiene una gran responsabilidad en el infierno social y económico que han vivido en los últimos treinta años los países de Centroamérica, son los Estados Unidos. El colonialismo angloamericano balcanizó esa región y la postró. La mantiene con lesiones institucionales y culturales que la han llevado a la condición de víctima perfecta de operaciones geopolíticas, convertida ahora –con la crisis migratoria- en el sitio con el potencial de propiciar una desestabilización de proporciones hemisféricas

Por Alberto Vizcarra Ozuna
Si alguna nación tiene una gran responsabilidad en el infierno social y económico que han vivido en los últimos treinta años los países de Centroamérica, son los Estados Unidos. El colonialismo angloamericano balcanizó esa región y la postró. La mantiene con lesiones institucionales y culturales que la han llevado a la condición de víctima perfecta de operaciones geopolíticas, convertida ahora –con la crisis migratoria- en el sitio con el potencial de propiciar una desestabilización de proporciones hemisféricas.
Situados en tal contexto, el acuerdo migratorio que se le impuso a México tras las amenazas arancelarias del gobierno de Donald Trump, quedó muy lejos de atender las causas de esa crisis. La diplomacia mexicana y el gobierno de López Obrador, fueron indulgentes con los apremios del gobierno norteamericano, esto es el despliegue inmediato de la apenas constituida Guardia Nacional a la frontera sur del país para detener el éxodo de centroamericanos, pero poco o nada exigentes con el gran paquete de inversión en infraestructura económica básica que requieren las naciones de esa región para en pocos meses generar decenas de miles de empleos que en lo inmediato empiecen a revertir las condiciones insoportables que los obligan a huir en calidad de refugiados económicos a los Estados Unidos.
En la diplomacia, las condiciones de extrema tensión, pueden ser oportunidades de buenas negociaciones. Es indiscutible que el problema migratorio derivado de la crisis centroamericana, representa un problema de seguridad para el vecino del norte, como también es indiscutible su responsabilidad en la crisis de esta región. México debió de aprovechar esta tensión para condicionar las medidas emergentes -como el despliegue militar a la frontera sur y la eventualidad de que el país reciba a los migrantes que solicitan refugio en los Estados Unidos- a la puesta en marcha de un programa específico de inversiones de capital en esa región.
Pero eso no ocurrió, tales propósitos quedaron a la cola de la agenda de acuerdos. Solo como enunciados, sin compromisos concretos. Todavía peor, Pompeo, el Secretario de Estado y la pandilla de neoconservadores que dominan la política exterior hacia América Latina, hacen explícito que no invertirán en la región. López Obrador pretendió cubrir esa debilidad con un acto simbólico en la Ciudad de Tijuana para mostrar un músculo social y político que no ha sabidos usar o que no quiere usar a pesar de que todavía cuenta con un amplio apoyo popular.
No hay lugar para que Trump cante una victoria sobre el gobierno de México en este lance, mucho menos que el gobierno mexicano este presumiendo como un logro haber impedido que el castigo arancelario en contra de las exportaciones mexicanas se realizara. Las marrullerías puestas en prácticas en este episodio, colocan a ambos gobiernos en la peor ruta para afrontar esta crisis. Como solución, nada puede sustituir la puesta en marcha de un agresivo programa de reconstrucción económica de la región centroamericana con un mayor alcance del que se propuso el presidente Kennedy a principios de los años sesenta, bajo el lema de la Alianza para el Progreso.
Las medidas coercitivas y de represión contra el fenómeno migratorio, no van a traer la paz ni la seguridad, por el contrario se incrementará la tensión y el riesgo de una implosión social. Es tiempo de que se entienda que “el nuevo nombre de la paz es el desarrollo”.