Era frecuente que temprano por la mañana recibiera, en el teléfono de mi casa, una llamada de Adalberto Rosas López. Por lo general el motivo era la referencia a alguna noticia o declaración de alguna figura pública o con responsabilidades de gobierno. Quería siempre cotejar y discutir, no solo para analizar, no era un contemplador. Pensaba en intervenir de la mejor manera para contribuir a la solución de los problemas

Por Alberto Vizcarra Ozuna
Era frecuente que temprano por la mañana recibiera, en el teléfono de mi casa, una llamada de Adalberto Rosas López. Por lo general el motivo era la referencia a alguna noticia o declaración de alguna figura pública o con responsabilidades de gobierno. Quería siempre cotejar y discutir, no solo para analizar, no era un contemplador. Pensaba en intervenir de la mejor manera para contribuir a la solución de los problemas.
Estas llamadas tempraneras se intensificaron en la parte más alta de la movilización por la defensa de las aguas del Río Yaqui, movimiento en el que Adalberto tomó una excepcional responsabilidad. Este viernes 25 de enero se cumplirán dos años en que la muerte interrumpió su vida. Extraño esas discusiones, extraño ese afán por intervenir en la vida pública. Se siente la ausencia del eco de su responsabilidad, su valentía y su inteligencia.
No pertenecía al rebaño de los quejosos. Las situaciones adversas no eran motivo para el lamento, las admitía como desafío a la inteligencia y las vivía con la motivación excitante del que sabe que puede incidir para hacer posible los mejores desenlaces. Había descubierto y saboreado el poder de su personalidad. No tenía temor de ser la nota discordante en aquellos consensos que solo servían para no hacer nada o de comparsa de políticas y acciones de gobierno que perjudicarían a la región, al país y a su gente.
Esto lo proyectó como un líder natural. Su militancia partidista no le condicionó su liderazgo social. Fue más un hombre del pueblo, que un hombre de partido. Su ímpetu organizativo rebasó las fronteras partidistas y frente a las contradicciones, resultado de las componendas, tomó decisiones soberanas y congruentes.
Adalberto tenía un dejo de aversión a las ideologías, no creía en los esquemas. Era un observador agudo de la dinámica social. Un agrónomo que merecía título de sociólogo. Advertía los mecanismos de control y división que están detrás de las connotaciones de izquierda y derecha, de ricos contra pobres. Supo desplegarse por encima de esas geometrías. Su inclinación era hacia la idea de pueblo, un concepto que comprende a todos los sectores y estratos de la sociedad. Su liderazgo fue factor determinante para que los productores rurales del Valle del Yaqui trazaran una alianza con el pueblo Yoreme y establecieran un pacto por la defensa de las aguas del Río Yaqui.
A finales de los años setenta abrió las primeras brechas para la democratización de México. Desde entonces apuntaba en dirección a que el referente fundamental del éxito de la democracia tenía que ver con el mejoramiento material y cultural del pueblo. Después maduraría la idea con sus críticas a la partidocracia que sacó al pueblo de la discusión de los problemas nacionales y se quedó en la dinámica mezquina del reparto del poder y la corrupción, mientras la nación se sujetaba a una política económica que hizo de México una víctima de los mercados internacionales, con su secuela de pobreza, desempleo y narcotráfico.
Con la muerte de Adalberto, perdimos el valioso activo de su inteligencia y valentía. Personalidades así se extrañan más cuando se incrementa la tensión social y la sombra de la polarización amenaza con abortar el gran potencial de cambio que está contenido en el amanecer del nuevo sexenio.
La vida es una historia de sueños, que la muerte interrumpe, pero no los puede matar. Todo lo que quiso Adalberto para el Valle del Yaqui, para el país y para Sonora, está vivo; y el espacio que él dejó está a la espera de ser ocupado por todos los que lo extrañamos y compartimos sus sueños.
